No recordaba la �ltima vez que hab�a pisado esa casa. Quiz�s a los diez, o tal vez a los ocho. Solo sab�a que cada recuerdo vinculado a ella estaba cubierto por una bruma espesa: el olor a alcanfor, la quietud abrumadora, y aquella sensaci�n - tan absurda como innegable - de ser observada, incluso cuando estaba sola.
Cuando el tren lleg� a la peque�a estaci�n, el mundo parec�a detenido. El aire estaba impregnado de tierra mojada, hojas podridas y le�a quemada. Clara baj� del vag�n y camin� hacia la �nica figura que la esperaba: un hombre bajo, vestido de oscuro, con sombrero y paraguas.
- �Se�orita Clara Montenegro? - pregunt� con voz grave.
- S�.
- Soy Ernesto G�lvez. El notario. Su abuela me dej� instrucciones precisas para recibirla.
Durante el trayecto en coche, Ernesto habl� poco. Se limit� a explicar los asuntos legales: la casa, los terrenos, el contenido. Todo pasaba a su nombre. Pero hubo algo en su voz cuando mencion� la casa que hizo que Clara lo mirara de reojo.
- �Tiene usted? alguna idea de lo que hay all� dentro? - pregunt� ella, intentando sonar casual.
El notario dud� antes de responder.
- Solo le dir� que do�a Rosal�a era una mujer muy? particular. Y que algunas cosas deber�an quedarse como est�n. En especial... ciertas habitaciones.
La casona apareci� entre la neblina como una figura dormida. Los balcones de hierro forjado colgaban oxidados, y la pintura beige de las paredes se hab�a rendido ante el tiempo. El port�n de entrada cruji� al abrirse, como si protestara por ser molestado.
Adentro, la casa ol�a a humedad, a madera vieja, y a lavanda seca. Clara camin� lentamente, dejando que los recuerdos se levantaran como polvo del suelo. Las sillas tapizadas, los crucifijos en cada esquina, los relojes antiguos, todos detenidos a las 2:17.
La habitaci�n de su abuela estaba intacta. Sobre la c�moda, una foto en blanco y negro mostraba a Rosal�a joven, seria, de mirada penetrante. A un lado del armario, cubierto por una s�bana negra que casi tocaba el suelo, se alzaba un gran objeto rectangular. Clara se acerc�, pero no lo descubri�.
- Eso deber�a quedarse cubierto - dijo Ernesto desde el umbral, con los ojos fijos en el bulto - . Su abuela... insist�a en ello.
Clara no respondi�. Algo en la forma del objeto, en su presencia imponente, le revolvi� el est�mago.
Esa noche, cuando se acost� en la vieja habitaci�n del segundo piso, el sonido del reloj del vest�bulo no marc� la medianoche. Se detuvo en seco.
Y en alg�n rinc�n de la casa, algo - o alguien - parec�a respirar.